“Y si por
gracia, luego no por las obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si
por las obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra”. (Rom.
11:6)
Esta perfección del
carácter divino es ejercida sólo para con los elegidos. Ni en el Antiguo ni en
el Nuevo Testamento se menciona jamás la gracia de Dios en relación con el
género humano en general, y mucho menos en relación con otras de sus criaturas.
En esto se distingue de la “misericordia”, porque ésta es “sobre todas sus obras” (Sal. 145:9).
La gracia es la única
fuente de la cual fluye la buena voluntad, el amor y la salvación de Dios para
sus escogidos. Abraham Booth, en su libro “El Reino de la Gracia”, describe así
este atributo del carácter divino: “Es el favor eterno y totalmente gratuito de
Dios, manifestado en la concesión de bendiciones espirituales y eternas a las
criaturas culpables e indignas”.
La gracia divina es el
favor soberano y salvador de Dios, ejercido en la concesión de bendiciones a
los que no tienen mérito propio, y por las cuales no se les exige compensación
alguna. Más aún; es el favor que Dios muestra a aquellos que, no sólo no tienen
méritos en sí mismos, sino que, además, merecen el mal y el infierno.
Es completamente
inmerecida, y nada que pueda haber en aquellos a quienes se otorga puede
lograrla. La gracia no puede ser comprada, lograda ni ganada por la criatura.
Si lo pudiera ser, dejaría de ser gracia. Cuando se dice de una cosa que es de
“gracia”, se quiere decir que el que la recibe no tiene derecho alguno sobre
ella, que no se le adeudaba. Le llega como simple caridad, y, al principio, no
la pidió ni la deseó.
La exposición más
completa que existe de la asombrosa gracia de Dios se halla en las epístolas
del apóstol Pablo. En sus escritos, la gracia se muestra en directo contraste
con las obras y méritos, todas las obras y méritos, de cualquier clase o grado
que sean. Esto aparece claro y concluyente en Rom. 11:6: “Y
si por gracia, luego no por las obras; de otra manera la gracia ya no es
gracia. Y si por las obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es
obra”.
La gracia y las obras no
pueden mezclarse, como tampoco pueden la luz con las tinieblas “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros,
pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efe. 2:8,9). El favor absoluto de
Dios no es compatible con el mérito humano; ello sería tan imposible como
mezclar el agua y el aceite: veamos Rom. 4:4,5. “Al que
obra, no se le considera el salario como gracia, sino como obligación. Pero al
que no obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, se considera su fe
como justicia.” La
gracia divina tiene tres características principales.
En primer lugar, es
eterna. Fue ideada antes de ser empleada, propuesta antes de ser impartida: “Que nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras
obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada en Cristo Jesús
antes de los tiempos de los siglos” (2Tim. 11:9).
En segundo lugar, es
gratuita, ya que nadie jamás la adquirió: “Siendo
justificados gratuitamente por su gracia” (Rom. 3:4).
En tercer lugar es
soberana, puesto que Dios la ejerce y la otorga a quien él quiere: “Para que… la gracia reine” (Rom. 5:21). Si la gracia “reina”, es
que está en el trono, y el que ocupa el trono es soberano. De ahí “el trono de gracia” (Heb. 4:16).
La gracia, al ser un
favor inmerecido, ha de ser concedida de una manera soberana. Por ello declara
el Señor: “Tendré misericordia del que tendré
misericordia” (Efe. 33:19). Si Dios mostrara su gracia para con todos los descendientes de
Adán, éstos llegarían en seguida a la conclusión de que Dios estaba obligado a
llevarles al cielo como compensación por haber permitido que la raza humana
cayera en pecado. Pero el gran Dios no está obligado para con ninguna de sus
criaturas, y mucho menos hacia las que le son rebeldes.
La vida eterna es una
dádiva, y por, lo tanto, no puede conseguirse por las obras, ni reclamarse como
un derecho. Si, pues, la salvación es una dádiva, ¿quién tiene derecho alguno
para decir a Dios a quien debería concederla? Y no es que el bendito Dador
niegue este don a quien lo busca con todo el corazón, y según las reglas que él
ha prescrito. No, él no rechaza a nadie que vaya con manos vacías y por el
camino que ha establecido.
Pero si Dios decide
ejercer su derecho soberano de escoger de entre un mundo lleno de pecadores e
incrédulos un número limitado para salvación, ¿quién puede sentirse
perjudicado? ¿Está obligado Dios a dar por la fuerza su dádiva a aquellos que
no la aprecian? ¿Está obligado a salvar a los que han resuelto seguir sus
propios caminos?
Así y todo, nada hay que
ponga más furioso al hombre natural y que más saque a la superficie su
enemistad innata arraigada contra Dios, que el hacerle ver que su gracia es
eterna, gratuita y absolutamente soberana. Para el corazón no quebrantado es
demasiado humillante el aceptar que Dios formó su propósito desde la eternidad,
sin consultar para nada a la criatura. Para el que se cree recto es demasiado
duro el creer que la gracia no puede conseguirse ni ganarse por el propio
esfuerzo.
Y el hecho de que la
gracia separa a los que quiere para hacerles objeto de sus favores provoca las
protestas acaloradas de los rebeldes orgullosos. El barro se levanta contra el
Alfarero y pregunta: “¿Por qué me has hecho tal?” El rebelde desaforado se
atreve a disputar la justicia de la soberanía divina.
La gracia distintiva de
Dios se muestra al salvar a los que él, en su soberanía, ha separado para ser
sus predilectos. Por “distintiva” entendemos la gracia que distingue, que hace
diferencia, que escoge a algunos y pasa por alto a otros. Fue esta gracia la
que sacó a Abraham de entre sus vecinos idólatras, e hizo de él “el amigo de
Dios”.
Fue esta gracia la que
salvó a “publicanos y pecadores”, y dijo de los fariseos religiosos “dejadlos”
(Mat. 15:14). La gloria de la gracia gratuita y soberana de Dios brilla de
manera visible más que en ninguna otra parte, en la indignidad y diversidad de
los que la reciben. “La ley entró para agrandar la ofensa, pero en cuanto se
agrandó el pecado, sobreabundó la gracia” Rom 5:20.
Manases fue un monstruo
de crueldad porque pasó a su hijo por fuego y llenó a Jerusalén de sangre
inocente, fue un maestro de iniquidad porque, no sólo multiplicó, y hasta
extremos extravagantes, sus impiedades sacrílegas, sino que corrompió los
principios y pervirtió las costumbres de sus súbditos, haciéndoles obrar peor
que los idólatras paganos más detestables; véase 2Crónicas 33. Con todo, por
esta gracia superabundante, fue humillado, fue regenerado, y vino a ser un hijo
perdonado por amor, un heredero de la gloria inmortal.
“Consideremos el caso de
Saulo, el perseguidor cruel y encarnizado que vomita amenazas, dispuesto a
hacer una carnicería, acosando a las ovejas y matando a los discípulos de
Jesús. La desolación que había causado y las familias que había arruinado no
eran suficientes para calmar su espíritu vengativo.
Eran sólo como un sorbo
que, lejos de saciar al sabueso, le hacía seguir el rastro más de cerca y
suspirar más ardientemente por la destrucción. Estaba sediento de violencia y
muerte. Tan ávida e insaciable era su sed que incluso respiraba amenazas y
muerte (Hech. 9:1). Sus palabras eran como lanzas y flechas, y su lengua como
espada afilada. Amenazar a los cristianos era para él natural como el respirar.
En los propósitos de su corazón rencoroso no había sino deseo de exterminio. Y
sólo la falta de más poder impedía que cada sílaba y cada aliento que salía de
su boca no esparcieran más muerte, y no hiciera caer más discípulos inocentes.
¿Quién, según los principios de justicia humana, no le hubiera declarado vaso
de ira preparado para una condenación inevitable?
Más aún: ¿quién no hubiera
llegado a la conclusión de que, para este enemigo implacable de la verdadera
santidad, estaban reservadas forzosamente las cadenas más pesadas y la mazmorra
más oscura y angustiosa? Con todo, admiremos y adoremos los tesoros insondables
de la gracia; este Saulo fue admitido en la compañía bendita de los profetas,
fue contado entre el noble ejército de los mártires, y llegó a ser figura
destacada entre la gloriosa comunión de los apóstoles.
Veamos otro ejemplo: “La
maldad de los corintios era proverbial. Algunos de ellos se revolcaban en el
cieno de vicios tan abominables, y estaban acostumbrados a actos de injusticia
tan violentos, que eran reprochables incluso para la naturaleza humana. Con
todo, aun estos hijos de violencia, estos esclavos de la sensualidad, fueron
lavados, santificados y justificados (1Cor. 6:9-11). “Lavados” en la preciosa
sangre del Redentor; “santificados” por la operación poderosa del Espíritu
bendito; “justificados” por las misericordias infinitas y tiernas del buen
Dios. Los que en otro tiempo eran aflicción de la tierra, fueron hechos la
gloria del cielo, la delicia de los ángeles.”
La gracia de Dios se
manifiesta en el Señor Jesucristo, por él y a través de él. “Porque la ley por Moisés fue dada; más la gracia y la verdad por
Jesucristo fue hecha” (Juan 1:17). Ello no quiere decir que Dios hubiera actuado sin gracia para
con nadie antes de que su Hijo se encarnara; Génesis 6:8, Éxodo 33:19, etc.,
muestran claramente lo contrario. Pero la gracia y la verdad fueron reveladas
plenamente y declaradas perfectamente cuando el Redentor vino a esta tierra, y
murió por los suyos en la cruz.
La gracia de Dios fluye
para sus elegidos sólo a través de Cristo el Mediador. “Mucho más abundó la gracia de Dios a los muchos, y el don por la gracia
de un hombre, Jesucristo… mucho más reinarán en vida por Jesucristo los que
reciben la abundancia de la gracia, y del don de la justicia… la gracia reine
por la justicia para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro” (Rom.
5:15-17,21).
La gracia de Dios es
proclamada en el Evangelio (Hech. 20:24), que es “piedra de tropiezo” para el
judío que se cree justo, y “locura” para el griego vano y filósofo. ¿Cuál es la
razón? La de que en el Evangelio no hay nada en absoluto que halague el orgullo
del hombre. Anuncia que no podemos ser salvos si no es por gracia. Declara que,
fuera de Cristo, don inefable de la gracia de Dios, la situación de todo hombre
es terrible, irremediable, sin esperanza. El evangelio habla a los hombres como
a criminales culpables, condenados y muertos. Declara que el más honesto de los
moralistas está en la misma terrible condición que el más voluptuoso libertino;
que el religioso más vehemente, con todas sus obras, no está en mejor situación
que el infiel más profano.
El Evangelio considera a
todo descendiente de Adán como pecador caído, contaminado, merecedor del
infierno y desamparado. La gracia que anuncia es su única esperanza. Todos
aparecen delante de Dios convictos de trasgresión de su santa ley, y, por lo
tanto, como criminales culpables y condenados; no esperando a que se dicte la
sentencia, sino aguardando la ejecución de la sentencia dictada ya contra ellos
(Juan 3:18).
Quejarse de la
parcialidad de la gracia es suicida. Si el pecador persiste en valerse de su
propia justicia, su porción eterna será en el lago de fuego. Su única esperanza
consiste en inclinarse a la sentencia que la justicia divina ha dictado contra
él, reconocer la absoluta rectitud de la misma, abandonarse a la misericordia
de Dios, y presentar las manos vacías para asirse de la gracia de Dios que el
Evangelio le presenta. La tercera Persona de la divinidad es el comunicador de
la gracia, por lo cual se le denomina el “Espíritu de
gracia” (Zac. 12:10).
Dios Padre es la fuente
de toda gracia, porque designó el pacto eterno de redención. Dios Hijo es el
único canal de la gracia. El Evangelio es el promulgador de la gracia. El
Espíritu es dador o aplicador. Él es quien aplica el Evangelio con poder
salvador al alma: vivificando a los elegidos cuando todavía están muertos,
conquistando sus voluntades rebeldes, ablandando sus corazones duros, abriendo
sus ojos enceguecidos, limpiándoles de la lepra del pecado.
De ahí que podamos
decir, como G.S. Bishop: “La gracia es la provisión para hombres que están tan
caídos que no pueden levantar el hacha de justicia, tan corrompidos que no
pueden cambiar sus propias naturalezas, tan opuestos a Dios que no pueden
volverse a él, tan ciegos que no le pueden ver, tan sordos que no le pueden
oír, tan muertos que él mismo ha de abrir sus tumbas y levantarlos a la
resurrección”.
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