“Alabad a
Jehová, porque es bueno; porque para siempre es su misericordia” (Sal. 136:1)
Dios merece ser muy
alabado por esta perfección de su divino carácter. El salmista exhorta a los
santos, tres veces en otros tantos versículos, a dar gracias a Dios por este
adorable atributo. Y, en verdad, esto es lo menos que puede pedirse a los que
se han beneficiado tan grandemente del mismo.
Cuando consideramos las
características de esta excelencia divina, no podemos dejar de bendecir a Dios.
Su misericordia es “grande” (1Reyes 3:6),
“mucha” (Sal. 119:156), “desde el siglo y hasta el siglo sobre los que le
temen” (Sal. 103:17) bien
podemos decir con el salmista: “Loaré de mañana tu
misericordia” (Sal. 59:16).
“Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el
nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia,
y seré clemente para con el que seré clemente” (Exo. 33:19). ¿En qué se diferencian
la “misericordia” y la “gracia” de Dios? La misericordia nace de la bondad de
Dios.
La primera consecuencia
de la bondad de Dios es su benignidad o merced, por la cual da libremente a sus
criaturas como tales; por eso ha dado el ser y la vida a todas las cosas. La
segunda consecuencia de la bondad de Dios es su misericordia, la cual denota la
pronta inclinación de Dios a aliviar la miseria de las criaturas caídas. Así, pues,
la, “misericordia” presupone la existencia del pecado.
Aunque no pueda ser
fácil a primera vista percibir una diferencia real entre la gracia y
misericordia de Dios, nos ayudará a ello el estudio detenido de su proceder con
los ángeles. El nunca ha ejercido misericordia en éstos, porque nunca han
tenido necesidad de ella al no haber pecado ni caído bajo los efectos de la
maldición. Aun así, son objeto de la gracia soberana y gratuita de Dios. En
primer lugar porque los escogió de entre la raza entera angélica (1Tim. 5:21).
En segundo lugar, y a consecuencia de su elección, porque Dios los preservó de
la apostasía cuando Satanás se rebeló y se llevó consigo una tercera parte de
las huestes celestiales (Apoc. 12:4).
En tercer lugar, al
hacer de Cristo su Cabeza (Col. 2:10 y 1Ped. 3:22), por lo que están asegurados
eternamente en la condición santa en la que fueron creados en Cuarto lugar,
debido a la elevada presencia inmediata de Dios (Dan. 7:10), servirle
constantemente en el templo celestial, y recibir cometidos honorables de él
(Heb. 1:14). Esto representa gracia abundante hacia ellos, pero no
“misericordia”.
Al tratar de estudiar la
misericordia de Dios según se nos presenta en las Escrituras, necesitamos hacer
una distinción triple para “trazar bien la palabra de verdad”. Primeramente,
hay una misericordia general de Dios, que se extiende, no sólo a todos los
hombres, creyentes y no creyentes, sino también a la creación entera: “Sus misericordias sobre todas sus obras” (Sal. 145:9). “El da a
todos vida, y respiración, y todas las cosas” (Hech. 17:25).
Dios tiene compasión de
la creación irracional en sus necesidades y las suple con la provisión
apropiada. Segundo, hay una misericordia especial que Dios ejerce en los hijos
de los hombres, ayudándoles y socorriéndoles a pesar de sus pecados. A éstos,
también, Dios da lo que necesitan: “hace que su sol salga sobre
malos y buenos, y llueva sobre justos e injustos” (Mat. 5:45). Tercero, hay una
misericordia soberana que está reservada para los herederos de la salvación, y
que les es comunicada por el camino del pacto, a través del Mediador.
Si nos fijamos un poco
más en la diferencia entre las distinciones segunda y tercera que hemos
mencionado, notaremos que las misericordias que Dios otorga a los impíos son de
naturaleza puramente temporal; es decir, se limitan estrictamente a la vida
presente. La misericordia no se extenderá, para ellos, más allá de la tumba: “Aquél no es pueblo de entendimiento; por tanto su Hacedor no tendrá
de él misericordia, ni se compadecerá de él el que lo formó” (Isa. 27:11). Pero, en este punto,
puede presentarse una dificultad a algunos, a saber: ¿No dice la Escritura que “para siempre es su misericordia”? (Sal. 136:1).
Hay dos cosas a tener en
cuenta con referencia a esto. Dios no puede dejar jamás de ser misericordioso
porque ésta es una cualidad de la esencia divina (Sal. 116:5); pero el
ejercicio de su misericordia es regulado por su voluntad soberana. Esto ha de
ser así, porque no hay nada ajeno a sí mismo que le obligue a actuar de una
forma u otra; si hubiese algo, ese “algo” sería supremo, y Dios dejaría de ser
Dios.
Es sólo la gracia
soberana la que determina el ejercicio de la misericordia divina. Dios lo
afirma categóricamente en Romanos 9:15: “Mas a Moisés
dice: Tendré misericordia del que tendré misericordia”. No es la desdicha de la
criatura la causa de la misericordia de Dios, ya que nada ajeno a sí mismo
puede influir en él. Si Dios fuese influido por la degradante miseria de los
pecadores leprosos, los limpiaría y salvaría a todos.
Pero no lo hace así.
¿Por qué? Simplemente, porque no es su agrado y propósito el hacerlo. menos aún
pueden ser los méritos de la criatura los que hagan que él conceda sus
misericordias sobre ella, porque el hablar de ‘misericordias’ merecidas sería
una contradicción. “No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas
por su misericordia nos salvó” (Tito 3:5); una es directamente opuesta a la
otra.
Ni son tampoco los
méritos de Cristo los que mueven a Dios a otorgar sus misericordias sobre los
elegidos: “a través” o a causa de la tierna misericordia de Dios, que Cristo
fue enviado a su pueblo (Lucas 1:78). Los méritos de Cristo hicieron posible
que Dios, justamente, concediera misericordias espirituales a sus escogidos, al
haber sido satisfecha plenamente la justicia por el Fiador. No, la misericordia
proviene solamente de la propia voluntad soberana de Dios. Por otra parte,
aunque sea verdad, bendita y gloriosa verdad, que la misericordia de Dios
“permanece para siempre”,
Debemos observar
detenidamente a quienes es mostrada su misericordia. Aun el arrojar a los
reprobados al lago de fuego es un acto de misericordia. Debemos considerar el
castigo de los impíos desde tres puntos de vista.
Desde el punto de vista
de Dios, es un acto de justicia, que vindica su honor. La misericordia de Dios
nunca se muestra en perjuicio de su santidad y justicia. Para los impíos, será
un acto de equidad el hacerles sufrir el castigo debido a sus iniquidades.
Pero, desde el punto de vista de los redimidos, el castigo de los impíos es un
acto de misericordia indecible.
¡Qué terrible sería si
el presente estado de cosas continuara para siempre; si los hijos de Dios
tuvieran que vivir rodeados de los hijos del diablo! Si los oídos de los santos
tuvieran que escuchar el lenguaje sucio y blasfemo de los reprobados, el cielo
dejaría de ser cielo al momento. ¡Qué misericordia muestra el hecho de que en
la Nueva Jerusalén no entrará “ninguna cosa sucia, o que
hace abominación y mentira” (Apoc. 21.27).
Para quien escuche, no
piense que en lo dicho al último hemos dejado volar nuestra imaginación,
apelemos a las Sagradas Escrituras como prueba de lo que hemos dicho. En el
Salmo 143:12 encontramos a David orando así: “Y por tu
misericordia disiparás mis enemigos, y destruirás todos los adversarios de mi
alma: porque yo soy tu siervo”.
También en el Salmo
136:15 leemos que Dios “arrojó a Faraón y a su
ejército en el mar Rojo, porque para siempre es su misericordia”. Fue un acto de venganza
sobre Faraón y los suyos, pero, para los Israelitas, fue un acto de
“misericordia”. Y otra vez, en Apoc. 19:1-3, leemos: “Oí una gran
voz de gran compañía en el cielo, que decía: Aleluya; Salvación y honra y
gloria y potencia al Señor Dios nuestro. Porque sus juicios son verdaderos y
justos; porque él ha juzgado a la grande ramera, que ha corrompido la tierra
con su fornicación, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella. Y
otra vez dijeron: Aleluya. Y su humo subió para siempre jamás”.
Por lo que acabamos de
ver, notemos qué vana es la esperanza presuntuosa de los impíos, quienes, a
pesar de su constante desafío a Dios, cuentan con que El será misericordioso.
Cuántos de éstos hay que dicen: “No creo que Dios me eche jamás al infierno; es
demasiado misericordioso”. Tal esperanza es como una víbora que, se anida en el
pecho, les causará la muerte.
Dios es un Dios de
justicia tanto como de misericordia, que ha declarado de forma categórica que “de ningún modo justificará al malvado” (Exo. 34:7). Sí, él ha dicho que “los malos serán trasladados al infierno, todas las gentes que se
olvidan de Dios” (Sal. 9:17). No
importa que los hombres digan: No creo. Es igualmente cierto que los que
descuidan las leyes de la salud espiritual sufrirán para siempre la segunda
muerte.
Es muy grave ver cuántos
hay que abusan de esta perfección divina. Continúan despreciando la autoridad
de Dios, pisoteando sus leyes, viviendo en pecado, y, así y todo, se precian de
su misericordia. Sin embargo, Dios no será injusto para consigo mismo. El
muestra misericordia para el impenitente (Luc. 13:3). Es diabólico seguir en
pecado, y, aun así, contar con que la misericordia divina perdona el castigo
sin arrepentimiento.
Es como decir: “Hagamos males para que vengan bienes”; de los que así hablan,
está escrito: “La condenación de los
cuales es justa” (Rom. 3:6). Tal
presunción será frustrada; leamos cuidadosamente Deut. 29:18-20. Cristo es el
propiciador espiritual, y todos los que desprecian y rechazan su autoridad
perecerán “en el camino, cuando se encendiere un poco su
furor” (Sal. 2:12).
Sea nuestro último
pensamiento el de las misericordias espirituales de Dios para su propio pueblo.
“Grande es hasta los cielos tu misericordia” (Sal. 57:10). Las riquezas de la misma
trascienden nuestros pensamientos más sublimes. “Porque como
la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los
que le temen” (Sal. 103:11). Nadie
puede medirla.
Los elegidos son
llamados “vasos de misericordia” (Rom.
9:23). Fue la misericordia la que los vivificó cuando estaban muertos en
pecado (Efe. 2:4,5). La misericordia los salvó (Tito. 3:5). Su grande
misericordia los regeneró para una herencia eterna (1Ped. 1:3). Y, por último,
el tiempo nos faltaría para hablar de la misericordia que conserva, sostiene,
perdona y provee. Para los suyos, “Dios es el Padre de
misericordias” (2Cor. 1:3).
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