“Clemente y misericordioso es Jehová, lento para la ira” (Sal.
145:8)
Se ha escrito mucho
menos sobre ésta que sobre las demás excelencias del carácter Divino. No pocos
de los que se han extendido sobre sus atributos, han dejado de comentar la
paciencia de Dios. No es fácil hallar la razón, ya que la longanimidad de Dios
es, ciertamente, una de las perfecciones divinas, tanto como puedan serlo su
sabiduría, poder o santidad, y es, por nuestra parte, tan digna de admiración y
reverencia como las demás.
Es verdad que este
término no se encuentra en la concordancia tan frecuentemente como los otros,
pero la gloria de esta gracia brilla en casi cada una de las páginas de las
Escrituras. ¡Cuánto bien nos perdemos al no meditar con frecuencia sobre la
paciencia de Dios, y al no orar fervientemente para que nuestros corazones y
caminos sean hechos conforme a la misma!
Con toda probabilidad,
la razón principal de que tantos escritores hayan dejado de ofrecernos algo,
separadamente, sobre la paciencia de Dios, ha sido la dificultad en distinguir
entre este atributo y la bondad y misericordia, particularmente esta última. La
longanimidad de Dios se menciona una y otra vez en relación a su gracia y
misericordia, como puede comprobarse en Exo. 34:6; Núm. 14:18; Sal. 86:15.
Que la paciencia de Dios
es, en realidad, una manifestación de su misericordia, es algo que no puede
negarse (al menos ésta es una manera en la cual se manifiesta frecuentemente);
pero lo que no podemos aceptar es que sean una misma excelencia, y que no pueda
separarse la una de la otra. Puede que el distinguir entre ellas no sea fácil;
no obstante, la Escritura nos autoriza plenamente a atribuir a la una lo que no
podemos atribuir a la otra.
El puritano Stephen
Charnock definía la paciencia de Dios del modo siguiente: “Es una parte de la
bondad y misericordia de Dios, y, sin embargo, difiere de ambas. Dios, siendo
la bondad más grande, tiene la mayor benignidad; la benignidad es siempre la
compañera de la verdadera bondad, y cuanto mayor la bondad, mayor la
benignidad.
¿Quién tan santo como
Cristo? ¿Y quién tan manso? La lentitud de Dios para la ira es una consecuencia
de su misericordia: “Clemente y misericordioso
es Jehová, lento para la ira” (Sal. 145:8). Difiere de la misericordia en la
consideración formal del tema: la misericordia concierne a la criatura como
miserable, la paciencia como criminal; la misericordia se apiada de ella en su
miseria, la paciencia sufre el pecado que engendró la miseria, y da lugar a
más.”
Ahora personalmente,
definiríamos la paciencia divina como el poder de control que Dios ejerce sobre
sí mismo haciéndole ser indulgente con el impío y que detiene por tanto tiempo
el castigarle.
En Nah. 1:3, leemos: “Jehová es tardo para la ira, y grande en poder”, acerca de lo cual decía
Charnock: “Los hombres grandes según el mundo son irascibles, y no perdonan tan
fácilmente las ofensas que les infligen como los de más humilde condición. Es
la falta de poder sobre sí mismos lo que hace a estos hombres reaccionar
impropiamente a la provocación.
El príncipe que puede
dominar sus pasiones es el Rey, no sólo para sus súbditos, sino también para sí
mismo. Dios es tardo para la ira porque es grande en poder. Él no tiene menos
poder sobre sí mismo que sobre sus criaturas.”
Creemos que es en este
punto que la paciencia de Dios se distingue más claramente de su misericordia.
Aunque beneficie a la criatura, la paciencia de Dios concierne principalmente a
él; es la limitación que ha impuesto a sus actos por su propia voluntad;
mientras que su misericordia acaba enteramente en la criatura.
La paciencia de Dios es
la excelencia que le hace soportar graves ofensas sin vengarlas inmediatamente.
Él tiene el poder de la paciencia así como también el de la justicia. De ahí
que la palabra hebrea usada para describir la longanimidad divina, sea
traducida como “tardo para la ira” en Neh.
9:17, Sal. 103:8. No
es que haya pasiones en la naturaleza divina, sino que Dios, en su sabiduría y
voluntad, se complace en actuar con la nobleza y sobriedad propias de su
sublime majestad.
Hagamos notar, en apoyo
de la anterior definición, que fue a esta excelencia del carácter divino que
Moisés apeló cuando Israel pecó gravemente en Cades barnea, provocando la ira
vehemente de Dios. El Señor dijo a su siervo: “Yo le heriré de mortandad, y lo
destruiré”. Fue entonces que el característico mediador apeló: “Te ruego que sea magnificada la fortaleza del Señor, como lo
hablaste, diciendo: Jehová, tardo de ira”, (Núm. 14:17,18). Así pues, su
“longanimidad” es su “poder” de autosujeción.
Además, en Rom. 9:22, leemos: “¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar la ira y
hacer notoria su potencia, soportó con mucha mansedumbre (paciencia) los vasos
de ira preparados para muerte?” Si
Dios rompiera inmediatamente esos vasos reprobados, su poder de dominio propio
no sería tan notable; al sobrellevar su impiedad por tanto tiempo sin
castigarla, queda demostrado gloriosamente el poder de su paciencia.
Es verdad que el impío
interpreta su longanimidad de manera muy diferente “Porque no se
ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los
hombres está en ellos lleno para hacer mal” (Ecl. 8:11) -pero, con todo, el ojo
del ungido adora lo que ellos agravian.
“El Dios de la paciencia” (Rom. 15:5) es uno de los títulos
divinos. La Deidad es así denominada porque, en primer lugar, Dios es el autor
y el objeto de la gracia de la paciencia en la criatura. En segundo lugar,
porque esto es lo que Él es en sí mismo: la paciencia es una de sus
perfecciones. En tercer lugar, como modelo para nosotros: “Vestíos pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañas
de misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de tolerancia”
(Col. 3:12). “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Efe. 5:1). Cuando seamos tentados a
sentirnos disgustados por la torpeza de alguien o a vengarnos del que nos ha
ofendido, recordemos la paciencia y longanimidad de Dios para con nosotros.
La paciencia de Dios se
manifiesta en su trato con los pecadores. Cuán sorprendentemente se puso de
manifiesto para con los hombres antediluvianos. Cuando la humanidad estaba
totalmente degenerada, y toda carne había corrompido sus caminos, Dios no la
destruyó sin antes advertirlo. Dios “esperó” (1Ped. 3:20), probablemente, no
menos de ciento veinte años (Gén. 6:3), durante los cuales Noé fue “pregonero de justicia” (2Ped. 2:5).
Del mismo modo, más
tarde, cuando los gentiles no sólo adoraban más a la criatura que al Creador,
sino que cometían las abominaciones más viles, contrarias incluso a los
dictados de la naturaleza (Rom. 1:1926), llenando así la medida de su
iniquidad, Dios, en lugar de usar su espada para exterminarlos, dejó “a todas las gentes andar en sus caminos”, y dio “lluvias del cielo
y tiempos fructíferos” (Hech. 14:16,17).
La paciencia de Dios fue
maravillosamente ejercida y manifestada para con Israel. Primero “por tiempo como de cuarenta años soportó sus costumbres en el
desierto” (Hech. 13:18). Más tarde, cuando ya habían entrado en Canaán, los israelitas
siguieron las costumbres impías de los pueblos que les rodeaban, volviéndose a
la idolatría; y aunque entonces Dios les castigó severamente, no los destruyó
por completo, sino que, en su angustia, levantó para ellos libertadores.
Cuando su iniquidad
alcanzó extremos tales que sólo un Dios de paciencia infinita podía tolerarles,
El, con todo, aplazó el castigo durante muchos años antes de permitir que
fueran transportados a Babilonia. Finalmente, cuando su rebelión contra El
alcanzó el clímax al crucificar a su Hijo, Dios esperó cuarenta años antes de
enviar a los romanos contra ellos y eso no antes de haberlos juzgado “indignos de la vida eterna” (Hech. 13:46).
¡Qué maravillosa es la
paciencia de Dios para con el mundo de hoy día! Por todos lados las gentes
pecan audazmente. La ley divina es pisoteada, y Dios mismo es despreciado. Es
verdaderamente asombroso que no fulmine al instante a quienes les retan tan
descaradamente. ¿Por qué no extermina de golpe al arrogante infiel y al
blasfemo vociferante, como hizo con Ananías y Safira?
¿Por qué no hace que la
tierra se abra y devore a los perseguidores de su pueblo, de modo que, como
Dathán y Abiram, desciendan vivos al abismo? ¿Y qué de la cristiandad apóstata,
donde toda forma posible de pecado se tolera y practica al abrigo del nombre
Santo de Cristo? ¿Por qué la justa ira del cielo no pone fin a tanta
abominación? Sólo es posible una explicación: porque Dios soporta “con mucha
mansedumbre los vasos de ira preparados para muerte”.
¿Y qué del que esto
predica y del que oye? Examinemos nuestra vida. No hace mucho que seguíamos a
la multitud haciendo lo malo, y no teníamos interés alguno en Dios ni en su
gloria, viviendo sólo para agradarnos a nosotros mismos. ¡Cuán paciente e
indulgente fue para con nuestra conducta impía! Y ahora que la gracia nos ha
arrebatado como tizones del fuego, nos ha dado un lugar en la familia de Dios y
nos ha engendrado para un herencia eterna en gloria, que miserablemente le
correspondemos.
¡Qué superficial es
nuestra gratitud, qué lenta nuestra obediencia, qué frecuentes son nuestras
reincidencias! Una de las razones por las que Dios permite al creyente
permanecer en la carne es para manifestar cuán “paciente es
para con nosotros” (2Ped. 3:9). Puesto que este atributo divino se revela solamente en el
presente mundo, Dios lo usa para extenderlo a “los suyos”.
Ojalá que la meditación
de esta excelencia divina ablandara nuestros corazones, enterneciera nuestras
conciencias, e hiciera que aprendiésemos en la escuela de la experiencia santa
la “paciencia de los santos”, es decir, la sumisión a la voluntad de Dios y la
perseverancia en el bien hacer.
Busquemos fervientemente
gracia para imitar esta excelencia divina. “Sed, pues,
vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”
(Mat. 5:45); en
el inmediato contexto, Cristo nos exhorta a amar a nuestros enemigos, bendecir
a los que nos maldicen, y hacer bien a los que nos aborrecen. Dios es paciente
con el impío, no obstante la multitud de sus pecados; ¿desearemos nosotros
vengarnos por una sola ofensa?
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