“Pensabas que de cierto sería yo como tú” (Sal. 50:21)
En una de sus cartas a
Erasmo, Lutero decía: “Vuestro concepto de Dios es demasiado humano”. El
renombrado erudito probablemente se ofendió por tal reproche que procedía del
hijo de un minero; sin embargo, lo tenía perfectamente merecido.
Nosotros, también,
aunque no tengamos lugar entre los líderes religiosos de esta era degenerada,
presentamos la misma denuncia contra la mayoría de los predicadores de nuestros
días y contra quienes, en lugar de escudriñar las Escrituras por sí mismos,
aceptan perezosamente las enseñanzas de sus denominaciones.
En la actualidad, y casi
en todas partes, se sostienen los más deshonrosos y degradantes conceptos
acerca de la autoridad y el Reino del Todopoderoso. Para incontables millares,
incluso entre los que profesan ser cristianos, el Dios de las Escrituras es
completamente desconocido.
En la antigüedad, Dios
se quejó a un Israel apóstata: “Pensabas que de cierto
sería yo como tú” (Sal. 50:21). Tal
ha de ser ahora su acusación contra una cristiandad apóstata. Los hombres imaginan
que al Altísimo le mueven, no los principios, sino los sentimientos. Suponen
que su Omnipotencia es una invención vacía y que Satanás puede desbaratar Sus
designios a su antojo. Creen que si en realidad Él se ha forjado un plan o
propósito, ha de ser como los suyos, constantemente sujetos a cambios. Declaran
abiertamente que sea el que fuere el poder que posee, ha de ser restringido, no
sea que invada el territorio del “libre albedrío” del hombre y lo reduzca a una
“maquina”.
Rebajan la eficaz
expiación, la cual redimió a todos aquellos por los cuales fue hecha, hasta
hacer de ella una simple “medicina” que las almas enfermas por el pecado pueden
usar si se sienten dispuestas a ello; y desvirtúan la obra invencible del
Espíritu Santo, convirtiéndola en una “oferta” del Evangelio que los pecadores
pueden aceptar o rechazar a su agrado.
El “dios” del presente
siglo veinte no se parece más al Soberano Supremo de la Sagrada Escritura de lo
que la confusa y vacilante llama de una vela se parece a la gloria del sol de
mediodía. El “dios” del cual suele hablarse desde el púlpito, el que se
menciona en gran parte de la literatura religiosa actual, el que se predica en
la mayoría de las llamadas conferencias Bíblicas, es una invención de la
imaginación humana, una ficción del sentimentalismo sensiblero.
Los idólatras que se
encuentran fuera de la cristiandad se hacen “dioses” de madera o de piedra,
mientras que los millones de idólatras que se hallan dentro de la cristiandad
se elaboran “dioses” producto de sus propias mentes. En realidad, no es otra
cosa que ateo, ya que no hay otra alternativa posible sino creer en un Dios
absolutamente supremo o no creer en Dios. Un “dios” cuya voluntad puede ser
resistida, cuyos designios pueden ser frustrados, y cuyos propósitos pueden ser
derrotados, no posee derecho alguno a la deidad, y lejos de ser objeto digno de
adoración, merece solamente desprecio.
La distancia infinita
que existe entre las más poderosas criaturas y el Creador Todopoderoso es
prueba de la supremacía del Dios viviente y verdadero. Él es el Alfarero, ellas
no son más que barro en sus manos, que pueden ser transformadas en vasos de
honra, o desmenuzadas (Sal. 2:9) a su gusto.
Como alguien decía, si
todos los ciudadanos del cielo y todos los habitantes de la tierra se unieran
en rebelión contra Él, no le ocasionarían inquietud alguna, y ello tendría
menos efecto sobre su trono eterno e invencible del que tiene sobre la elevada
roca de Gibraltar la espuma de las olas del Mediterráneo. Tan pueril e
impotente para afectar al Altísimo es la criatura, que la Escritura misma nos
dice que cuando los príncipes gentiles se unan con Israel apóstata para
desafiar a Jehová y su Cristo, “él que mora en los cielos
se reirá” (Sal. 2:4)
La supremacía absoluta y
universal de Dios está positivamente declarada en muchos lugares de la
Escritura que no admite duda. “Tuya es, oh Jehová, la
magnificencia, y el poder, y la gloria, la victoria, y el honor; porque todas
las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es
el reino, y la altura sobre todos los que están por cabeza… Y Tú señorearás a
todos” (1Crón. 19:11,12).
Nótese que dice
“señorearás” ahora, no “señorearás en el Futuro”.
“Jehová Dios de nuestros padres, ¿no eres Tú Dios en los cielos, y te enseñorearás
en todos los reinos de las Gentes? ¿No está en tu mano toda fuerza y poder, que
no hay quien (ni siquiera el diablo) te resista?” (2Crón. 20:6).
Pero él es Único; ¿quién
le hará desistir? Lo que su alma desea, Él lo hace”. El Dios de la Escritura no
es un monarca falso, ni un simple soberano imaginario, sino Rey de reyes y
Señor de señores. “Yo conozco que todo lo
puedes y que no hay pensamiento que se esconda de ti” (Job 42:2), o como alguien ha
traducido, “ningún propósito tuyo puede ser frustrado”. El hace todo lo que ha
designado. Cumple todo lo que ha decretado. “Nuestro Dios
está en los cielos: Todo lo que quiso ha hecho” (Sal. 115:3); y, ¿por qué? Porque “no hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo contra Jehová” (Prov.
21:30).
La supremacía de Dios
sobre las obras de sus manos está descrita de manera vívida en la Escritura. La
materia inanimada y las criaturas irracionales cumplen los mandatos de su
Creador. A su mandato el mar Rojo se dividió, y sus aguas se levantaron como
muros (Exo. 14); la tierra abrió su boca y los rebeldes descendieron vivos al
abismo (Núm. 16). Cuando Él lo ordenó, el sol se detuvo (Jos. 10); y en otra
ocasión volvió diez grados atrás en el reloj de Acaz (Isa. 38:8).
Para manifestar su
supremacía, hizo que los cuervos llevaran comida a Elías (1Rey. 17), que el
hierro nadara sobre el agua (2Rey. 6), cerró la boca de los leones cuando
Daniel fue arrojado al foso, e hizo que el fuego no quemara cuando los tres
jóvenes hebreos fueron echados a las llamas. Así que, “todo lo que quiso
Jehová, ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los
abismos” (Sal. 135:6).
` La Supremacía de Dios
se demuestra también en su gobierno perfecto sobre la voluntad de los hombres.
Estudiemos cuidadosamente Éxodo 34:24. Tres veces al año, todos los varones de
Israel debían dejar sus hogares e ir a Jerusalén, vivían rodeados de pueblos
hostiles que les odiaban por haberse apropiado de sus tierras. Siendo así, ¿qué
impedía que los cananitas, aprovechando la ausencia de los hombres, mataran a
las mujeres y los niños, y tomaran opresión de sus posesiones?
Si la mano del
todopoderoso no estuviera incluso sobre la voluntad de los impíos, ¿cómo podía
prometer que nadie ni siquiera “desearía” sus tierras? “Como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey
en la mano de Jehová: a todo lo que quiere lo inclina” (Prov. 21:1). Habrá sin embargo quien
ponga en duda una y otra vez esto, leemos en la Escritura, cómo aquellos
hombres desafiaron a Dios, resistieron su voluntad, quebrantaron sus
mandamientos, desestimaron sus amonestaciones, e hicieron oídos sordos a sus
exhortaciones.
Sí, es cierto; pero,
¿anula esto lo que hemos dicho anteriormente? Si es así, entonces la Biblia se
contradice manifiestamente a sí misma. Pero esto no puede ser. El que hace esta
objeción se refiere únicamente a la impiedad del hombre contra la palabra
externa de Dios, mientras que lo que hemos mencionado es lo que Dios se ha
propuesto en sí mismo. La norma de conducta que Él nos ha dado no es cumplida
perfectamente por ninguno de nosotros; sin embargo, sus propios “consejos”
eternos son cumplidos hasta el más minucioso de los detalles.
La Supremacía absoluta y
universal de Dios se afirma con igual claridad y certeza en el Nuevo
Testamento. Ahí se nos dice que Dios “hace todas las cosas según el consejo de
su voluntad” (Efe. 1:11), “hace” en griego, significa “hacer efectivo”. Por
esta razón, leemos: “Porque de él, y por él, y en él, son todas las cosas. A él
sea la gloria por los siglos. Amen”. (Rom. 11:36). Los hombres pueden jactarse
de ser agentes libres, con voluntad propia, y de que son libres de hacer lo que
les plazca, pero a aquellos que, jactándose, dicen: “Iremos a tal
ciudad, y estaremos allá un año, y compraremos mercadería y ganaremos…”, la Escritura advierte: “En lugar de los cual deberías decir: Si el Señor quisiere” (Stgo.
4:13,15).
He aquí, pues, lugar de
descanso para el corazón. Nuestras vidas no son el producto de un destino
ciego, ni el resultado de la suerte caprichosa, sino que cada detalle de las
mismas fue ordenado por el Dios viviente y soberano. Ni un solo cabello de
nuestras cabezas puede ser tocado sin su permiso. “El corazón
del hombre piensa su camino: mas Jehová endereza sus pasos” (Prov. 16:9). ¡Qué certeza, poder y consuelo
debería de proporcionar esto al verdadero cristiano! “En tu mano están mis
tiempos” (Sal. 31:15). Así, permítanme decir: “Calla delante
de Jehová, y espera en él” (Sal. 37:7).
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