“Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quisiere” (Isa. 46:10)
La Soberanía de Dios
puede definirse como el ejercicio de su supremacía. Dios es el Altísimo, el
Señor del cielo y de la tierra está exaltado infinitamente por encima de la más
eminente de las criaturas. Él es absolutamente independiente; no está sujeto a
nadie, ni es influido por nadie. Dios actúa siempre y únicamente como le
agrada.
Nadie puede frustrar ni
detener sus propósitos. Su propia Palabra lo declara explícitamente: “En el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, hace
según su voluntad: ni hay quien estorbe su mano” (Dan. 4:35). La soberanía divina
significa que Dios lo es de hecho, así como de nombre, y que está en el Trono
del universo dirigiendo y actuando en todas las cosas “según el consejo de su voluntad” (Efe. 1:11).
Con gran razón decía el
predicador bautista del siglo pasado Carlos Spurgeon, en un sermón sobre Mat.
20:15, que:
“No hay atributo más
confortador para Sus hijos que el de la Soberanía de Dios. Bajo las más
adversas circunstancias y las pruebas más severas, creen que la Soberanía los
gobierna y que los santificará a todos.
Para ellos, no debería
haber nada por lo que luchar más celosamente que la doctrina del Señorío de
Dios sobre toda la creación -el reino de Dios sobre todas la obras de sus
manos- El trono de Dios, y su derecho a sentarse en el mismo. Por otro lado, no
hay doctrina más odiada por la persona mundana, ni verdad que haya sido más
maltratada, que la grande y maravillosa, pero real, doctrina de la Soberanía
del infinito Jehová.
Los hombres permitirán
que Dios esté en todas partes, menos en su trono. Le permitirán formar mundos y
hacer estrellas, dispensar favores, conceder dones, sostener la tierra y
soportar los pilares de la misma, iluminar las luces del cielo, y gobernar las
incesantes olas del océano; pero cuando Dios asciende a su Trono sus criaturas
rechinan los dientes.
Pero nosotros
proclamamos un Dios entronizado y su derecho a hacer su propia voluntad con lo
que le pertenece, a disponer de sus criaturas como a él le place, sin necesidad
de consultarlas. Entonces se nos maldice y los hombres hacen oídos sordos a lo
que les decimos, ya que no aman a un Dios que está sentado en su Trono. Pero es
a Dios en su Trono que nosotros queremos predicar. Es en Dios, en su Trono en
quien confiamos”.
Sí, tal es la Autoridad
revelada en las Sagradas Escrituras. Sin rival en Majestad, sin límite en
Poder, sin nada, fuera de sí misma, que le pueda afectar. “Todo lo que quiso Jehová, ha hecho en los cielos y en la tierra, en
los mares y en todos los abismos” (Sal. 135:6).
No obstante, vivimos en
unos días en los que incluso los más “ortodoxos” parecen temer el admitir la
verdadera divinidad de Dios. Dicen que reconocer la soberanía de Dios significa
excluir la responsabilidad humana; cuando la verdad es que la responsabilidad
humana se basa en la Soberanía Divina, y es el resultado de la misma. “Y nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho”
(Sal. 115:3).
En su soberanía escogió
colocar a cada una de sus criaturas en la condición que pareció bien a sus
ojos. Creó ángeles: a algunos los colocó en un estado condicional, a otros les
dio una posición inmutable delante de él (1Tim. 5:21), poniendo a Cristo como
su cabeza (Col. 2:10). No olvidemos que los ángeles que pecaron (2Ped. 2:4).
Con todo, Dios previó que caerían y, sin embargo, los colocó en un estado
alterable y condicional, y les permitió caer, aunque El no fuera el autor de su
pecado.
Asimismo, Dios, en su
soberanía colocó a Adán en el jardín del Edén en un estado condicional. Si lo
hubiera deseado podía haberle colocado en un estado incondicional, en un estado
tan firme como el de los ángeles que jamás han pecado, en uno tan seguro e
inmutable como el de los santos en Cristo.
En cambio, escogió
colocarle sobre la base de la responsabilidad como criatura, para que se
mantuviera o cayera según se ajustase o no a su responsabilidad: la de obedecer
a su Creador. Adán era responsable ante Dios (Dios es ley en sí mismo) por el
mandamiento que le había sido dado y la advertencia que le había sido hecha.
Esa era una responsabilidad sin menoscabo y puesta a prueba en las condiciones
más favorables.
Dios no colocó a Adán en
un estado condicional y de criatura responsable porque fuera justo que así lo
hiciera. No, era justo porque Dios lo hizo. Ni siquiera dio el ser a las
criaturas porque eso fuera lo justo, es decir, porque estuviera obligado a
crearlas; sino que era justo porque Él lo hizo así.
Dios es soberano. Su
voluntad es suprema. Dios, lejos de estar bajo una ley, es ley en sí mismo, así
es que cualquier cosa que él haga, es justa. Y ¡ay del rebelde que pone su
soberanía en entredicho! “¡Ay del que pleitea con su
Hacedor, siendo nada más un pedazo de tiesto entre los tiestos de la tierra!
¿Dirá el barro al que lo labra: Qué haces?” (Isa. 45:9).
Además, Dios es Señor,
como soberano, colocó a Israel sobre una base condicional. Los capítulos 19, 20
y 24 de Éxodo ofrecen pruebas claras y abundantes de ello. Estaban bajo el
pacto de las obras. Dios les dio ciertas leyes e hizo que las bendiciones sobre
ellos, como nación, dependieran de la observancia de las tales. Pero Israel era
obstinado y de corazón incircunciso. Se rebelaron contra Jehová, desecharon su
ley, se volvieron a los dioses falsos y apostataron. En consecuencia, el juicio
divino cayó sobre ellos y fueron entregados en las manos de sus enemigos,
dispersados por toda la tierra, y hasta el día de hoy, permanecen bajo el peso
del disfavor de Dios.
Fue Dios, quien en el
ejercicio de su soberanía, puso a Satanás y a sus ángeles, a Adán y a Israel en
sus respectivas posiciones de responsabilidad. Pero, en el ejercicio de su
soberanía, lejos de quitar la responsabilidad de la criatura, la puso en esta
posición condicional, bajo las responsabilidades que él creyó oportunas; y, en
virtud de esta soberanía, Él es Dios sobre todos. De este modo, existe una
armonía perfecta entre la soberanía de Dios y la responsabilidad de la
criatura. Muchos han sostenido equivocadamente que es imposible mostrar donde
termina la soberanía de Dios y empieza la responsabilidad de la criatura. He
aquí donde empieza la responsabilidad de la criatura: en la ordenación soberana
del creador. En cuanto a su soberanía, ¡no tiene ni tendrá jamás “terminación”!
Vamos aprobar aún más,
que la responsabilidad de la criatura se basa en la soberanía de Dios. ¿Cuántas
cosas están registradas en la Escritura que eran justas porque Dios las mandó,
y que no lo hubieran sido si no las hubiera mandado?
¿Qué derecho tenía Adán
de comer de los árboles del jardín del Edén? ¡El permiso de su Creador (Gén.
2:16), sin el cual hubiera sido un ladrón! ¿Qué derecho tenía el pueblo de
Israel a demandar de los egipcios joyas y vestidos (Ex. 12:35)? Ninguno, sólo
que Jehová lo había autorizado (Ex. 3:22).
¿Qué derecho tenía
Israel a matar tantos corderos para el sacrificio? Ninguno, pero Dios así lo
mandó. ¿Qué derecho tenía el pueblo de Israel a matar a todos los cananeos?
Ninguno, sino que Dios les habían mandado hacerlo. ¿Qué derecho tenía el marido
a demandar sumisión por parte de su esposa? Ninguno, si Dios no lo hubiera
establecido. ¿Qué derecho tuviera la esposa de recibir amor, atención y
cuidados, ninguno, si Dios no lo hubiera establecido?Podríamos citar muchos más
ejemplos para demostrar que la responsabilidad humana se basa en la Soberanía
Divina.
He aquí otro ejemplo del
ejercicio de la absoluta soberanía de Dios: colocó a sus elegidos en un estado
diferente al de Adán o Israel. Los puso en un estado incondicional. En un pacto
eterno, Jesucristo fue hecho su cabeza, tomó sobre sí sus responsabilidades y
actuó para ellos con justicia perfecta, irrevocable y eterna.
Cristo fue colocado en
un estado condicional, ya que fue “hecho súbdito a la ley,
para que redimiese a los que estaban debajo de la ley” (Gál. 4:4,5), sólo que con esta
diferencia infinita: los hombres fracasaron, pero él no fracasó ni podía
hacerlo. Y, ¿quién puso a Cristo en este estado condicional? El Dios Trino. Fue
ordenado por la voluntad soberana, enviado por el amor soberano y su obra le
fue asignada por la autoridad soberana.
El mediador tuvo que
cumplir ciertas condiciones. Había de ser hecho en semejanza de carne de
pecado; había de magnificar y honrar la ley; tenía que llevar todos los pecados
del pueblo de Dios en su propio cuerpo sobre el madero; tenía que hacer
expiación completa por ellos; tenía que sufrir la ira de Dios, morir y ser
sepultado.
Por el cumplimiento de
todas esas condiciones, le fue ofrecida una recompensa: (Isa. 53:10-12). Había
de ser el primogénito de muchos hermanos; había de tener un pueblo que
participaría de su gloria. Bendito sea su nombre para siempre porque cumplió
todas esas condiciones; y porque las cumplió, el Padre está comprometido en
juramento solemne a preservar para siempre y bendecir por toda la eternidad a
cada uno de aquellos por los cuales hizo mediación su Hijo Encarnado. Porque Él
tomó su lugar, ellos ahora participan del Suyo. Su justicia es la Suya, su
posición delante de Dios es la Suya, y su vida es la Suya. No hay ni una sola
condición que ellos tengan que cumplir, ni una sola responsabilidad con la que
tengan que cargar para alcanzar la gloria eterna. “Porque con
una sola ofrenda hizo Perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14).
He aquí pues que la
soberanía de Dios expuesta claramente ante todos en las distintas formas en que
él se ha relacionado con sus criaturas. Algunos de los ángeles, Adán e Israel
fueron colocados en una posición condicional en la que la bendición dependía de
su obediencia y fidelidad de Dios. Pero, en marcado contraste con estos, a la “manada pequeña” (Luc. 12:32) le ha sido dada una posición
incondicional e inmutable en el pacto de Dios, en sus consejos y en su Hijo; su
bendición depende de lo que Cristo Hizo Por ellos. “El fundamento
de Dios está firme, teniendo este sello: conoce el Señor a los que son suyos”
(2Tim. 2:19).
El fundamento sobre el
cual descansan los elegidos de Dios es perfecto: nada puede serle añadido, ni
nada puede serle quitado (Ecl. 3:14). He aquí, pues, el más alto y grande
exponente de la absoluta soberanía de Dios. En verdad, El “del que quiere tiene misericordia; y al que quiere endurece” (Rom
9:18).
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