“Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel” (Deut. 7:9)
La infidelidad es uno de
los pecados más predominantes de estos días malos. En el mundo de los negocios,
salvo excepciones cada vez más raras, los hombres no se sienten ligados ya a la
palabra empeñada. En la esfera social, la infidelidad conyugal abunda por todos
lados; los sagrados lazos del matrimonio son quebrantados con la misma
facilidad con que se desecha una prenda vieja.
En el reino
eclesiástico, miles que prometieron solemnemente predicar la verdad, la atacan
y niegan sin escrúpulo alguno. Ningún lector o escritor puede pretender ser
inmune a este terrible pecado; ¡de cuántas maneras diferentes hemos sido
infieles a Cristo y a la luz y privilegios que Dios nos ha confiado!
Esta cualidad es
esencial a su ser, sin ella no sería Dios. Para Dios, ser infiel sería obrar en
contra de su naturaleza, lo cual es imposible: “Si fuéremos
infieles él permanece fiel: no se puede negar a sí mismo” (2Tim. 2:13). La fidelidad es una de
las gloriosas perfecciones de su ser.
Es como si estuviera
vestido de ella: “Oh Jehová, Dios de los
ejércitos, ¿quién como tú? Poderoso eres, Jehová, y tu verdad está en torno de
ti” (Sal. 89:8). Asimismo,
cuando Dios fue encarnado, fue dicho: “La justicia será el
cinturón de sus lomos, y la fidelidad lo será de su cintura.” (Isa. 11:5).
¡Qué palabra la del Salmo 36:5: “Jehová, hasta los cielos es tu misericordia; tu verdad
hasta las nubes!” La fidelidad inmutable de Dios está muy por encima de la
comprensión finita. Todo lo concerniente a Dios es vasto, grande, incomparable.
El nunca olvida, ni falta a su Palabra; nunca la pronuncia con vacilación,
nunca renuncia a ella. El Señor se ha comprometido a cumplir cada promesa y
profecía, cada pacto establecido y cada amenaza, porque “Dios no es hombre,
para que mienta; ni hijo de hombre para que se arrepienta. Él dijo, “¿y no lo hará?; habló ¿y no lo ejecutará?” (Núm. 23:19). Por ello exclama el
creyente: “Nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son
cada mañana; grande es tu fidelidad” (Lam. 3:22,23).
Las ilustraciones sobre
la fidelidad de Dios son muy abundantes en las Escrituras. Hace más de cuatro
mil años, Él dijo: “Mientras exista la tierra,
no cesarán la siembra y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno,
el día y la noche” (Gén. 8:22). Cada
año que pasa es una nueva prueba del cumplimiento de esta promesa por parte de
Dios.
En Génesis 15 leemos que
Jehová declaró a Abraham: “Entonces Dios dijo a Abram: “Ten por cierto que tus descendientes serán extranjeros en una
tierra que no será suya, y los esclavizarán y los oprimirán 400 años. Pero yo
también juzgaré a la nación a la cual servirán, y después de esto saldrán con
grandes riquezas. Pero tú irás a tus padres en paz y serás sepultado en buena
vejez. En la cuarta generación volverán acá,” (vs. 13-16).
Los siglos siguieron su
curso, y los descendientes de Abraham gemían mientras cocían ladrillos en
Egipto. ¿Había olvidado Dios su promesa? No, por cierto. Leamos (Exo. 12:41):
Pasados los 430 años, en el mismo día salieron de la tierra de Egipto todos los
escuadrones de Jehová. Dios, hablando por el profeta Isaías, declaró: “Por tanto, el mismo Señor os dará la señal: He aquí que la virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (Isa. 7:14). De nuevo Pasaron los
siglos, “pero venido el cumplimiento del tiempo, Dios
envió su Hijo, nacido de mujer” (Gál. 4:4).
Dios es veraz. Su
palabra de promesa es segura. En todas sus relaciones con su pueblo Dios es
fiel. En El, él hombre puede confiar. Nadie ha confiado jamás en Dios en vano.
Esta verdad preciosa la encontramos expresada en cualquier lugar de la
Escritura, porque su pueblo necesita saber que la fidelidad es una parte
esencial del carácter divino.
Este es el fundamento de
nuestra confianza. Pero una cosa es aceptar la fidelidad de Dios como una
verdad divina, y otra muy distinta actuar de acuerdo con ella. Dios nos ha dado
preciosas y grandísimas promesas, pero ¿contamos realmente con su cumplimiento?
¿Esperamos, en realidad, que haga por nosotros todo lo que ha dicho?
¿Descansamos con seguridad absoluta en las palabras: “Fiel es el que prometió”? (Heb. 10:23).
Hay épocas en la vida de
todos los hombres, incluso en la de los cristianos, cuando no es fácil creer
que Dios es fiel. Nuestra fe es penosamente probada, nuestros ojos oscurecidos
por las lágrimas, y no podemos acertar a ver la obra de su amor. Los ruidos del
mundo aturden nuestros oídos perturbados por los susurros ateos de Satanás, que
nos impiden oír los acentos dulces de su tierna y queda voz.
Los planes que
acariciábamos han sido desbaratados, algunos amigos en los cuales confiábamos
nos han abandonado, alguien que profesaba ser nuestro hermano en Cristo nos ha
traicionado. Nos tambaleamos. Intentamos ser fieles a Dios, pero una oscura
nube le esconde de nosotros. Encontramos que, para el entendimiento carnal, es
difícil, mejor dicho, imposible armonizar los reveses de la providencia con sus
gratas promesas.
“¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su
siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová,
y apóyese en su Dios” (Isa. 50:10). Cuando
seamos tentados a dudar de la fidelidad de Dios gritemos: “¡Vete, Satanás!
Aunque no podamos
armonizar el proceder misterioso de Dios con las declaraciones de su amor,
espera en él, y pídele más luz. Él te lo mostrará a su debido tiempo. “Lo que yo hago, tú no entiendes ahora; mas lo entenderás después”
(Juan. 13:79.
Los resultados mostrarán
que Dios no ha olvidado ni defraudado a los suyos. “Empero Jehová
esperará para tener piedad de vosotros, y por tanto será ensalzado teniendo de
nosotros misericordia: porque Jehová es Dios de juicio; bienaventurados todos
los que le esperan” (Isa. 30:18). “Tus testimonios, que has recomendado, son
rectos y muy fieles” (Sal. 129:36). Dios no sólo ha hecho saber lo mejor, sino que no nos ha
escondido lo peor. Nos ha descrito fielmente la ruina que la caída trajo
consigo.
Ha diagnosticado
fielmente el estado terrible que ha producido el pecado. Nos ha hecho conocer
su oído arraigado hacia el mal, y que éste debe ser castigado. Nos ha prevenido
fielmente que Él es “fuego consumidor” (Heb.
12:29). Su palabra no sólo
abunda en ilustraciones de su fidelidad en el cumplimiento de sus promesas,
sino que también registra numerosos ejemplos de su fidelidad en el cumplimiento
de sus amenazas. Cada etapa de la historia de Israel ejemplifica este hecho
solemne.
Lo mismo sucede en lo
referente a los individuos: Faraón, Acán y otros muchos son otras tantas
pruebas; a menos que hayamos acudido ya, o que acudamos a Cristo en busca de
refugio, el tormento eterno del lago de fuego será el que nos espere. Dios es
fiel. Dios es fiel al proteger a su pueblo. “Fiel es Dios,
por el cual sois llamados a la participación de su Hijo” (1Cor. 1:9). En el versículo
precedente se promete que Dios confirmará a los suyos hasta el fin. La fe del
apóstol en la absoluta seguridad de la salvación de los creyentes se basaba, no
en el poder de sus resoluciones ni en su capacidad para perseverar, sino en la
veracidad de Aquel que no puede mentir.
Dios no permitirá que perezca
ninguno de los que forman parte de la herencia que ha dado a su Hijo, sino que
ha prometido librarles del pecado y la condenación, y hacerles partícipes de la
vida eterna en gloria. Dios es fiel al disciplinar a los suyos. Es tan fiel en
lo que retiene como en lo que da. Fiel al enviar penas, tanto como al dar
alegrías. La fidelidad de Dios es una verdad que debemos reconocer, no sólo
cuando estamos en paz, sino también cuando sufrimos la más severa reprensión.
Este reconocimiento debe
estar en nuestro corazón, no debe ser de labios solamente. Es la fidelidad de
Dios la que maneja la vara con la que nos hiere. Reconocerlo así equivale a
humillarnos delante de Él y confesar que merecemos su corrección, y, en lugar
de murmurar, darle gracias. Dios nunca aflige sin razón: “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros”
(1Cor. 11:30), ilustra
este principio. Cuando su vara cae sobre nosotros digamos con Daniel: “Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro”
(Dan. 9:7).
“Conozco, oh Jehová, que tus juicios son justicia, y que conforme a
tu fidelidad me afligiste” (Sal. 119:75). La pena y la aflicción son no sólo compatibles con el amor
prometido en el pacto eterno, sino partes de la administración del mismo. Dios
es fiel, no solamente a pesar de las aflicciones, sino también al enviarlas. “Entonces visitaré con vara su rebelión, y con azotes sus
iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad” (Sal.
89:32,33).
El castigo es, no sólo
reconciliable con su misericordia, sino el efecto y la expresión de la misma.
¡Cuánta más paz de espíritu tendría el pueblo de Dios si cada uno recordara que
su pacto de amor le obliga a enviar corrección cuando es conveniente! Las
aflicciones nos son necesarias: “En su angustia madrugarán
a mí” (Oseas 5:15). Dios es fiel al glorificar a sus hijos. “Fiel es el que os ha llamado; el cual también lo hará” (1Tes.
5:24). Aquí
se refiere a los santos que son guardados enteros sin reprensión para la venida
de nuestro Señor Jesucristo. Dios no nos trata según nuestros méritos (pues no
tenemos ninguno), sino según su propio gran nombre.
Dios es fiel a sí mismo
y a su propio propósito de gracia: “A los que llamó… a estos
también glorificó” (Rom. 5:30). Dios
da una demostración plena de la permanencia de su bondad eterna hacia sus
escogidos al llamarlos eficazmente de las tinieblas a su luz admirable; y esto
debería asegurarles plenamente de la certeza de su perseverancia. “El fundamento de Dios está firme” (2Tim. 2:19). Pablo descansaba en la
fidelidad de Dios cuando dijo: “Yo sé a quién he creído, y
estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2Tim.
1:12).
La comprensión de esta
bendita verdad nos librará de la inquietud. Cuando estamos llenos de ansiedad,
cuando vemos nuestra situación con temor, cuando miramos al mañana con
pesimismo, estamos rechazando la fidelidad de Dios. El que ha cuidado de su
hijo a través de los años no lo abandonará cuando sea viejo. El que ha oído tus
oraciones en el pasado, no dejará de suplir tus necesidades en el momento de
apuro. Descansa en Job 5:19: “En seis
tribulaciones te librará, y en la séptima no te tocará el mal”.
La comprensión de esta
bendita verdad refrenará nuestra murmuración. El Señor sabe qué es lo mejor
para cada uno de nosotros, y el descansar en esta verdad acallará nuestras
quejas impacientes. Dios será grandemente honrado si, cuando pasamos por la
prueba y la reprensión, tenemos buena memoria de Él, vindicamos su sabiduría y
justicia, y reconocemos su amor incluso en la misma reprobación.
La comprensión de esta
bendita verdad aumentará nuestra confianza en Dios. “Por eso los
que son afligidos según la voluntad de Dios, encomiéndenle sus almas, como fiel
Creador, haciendo bien” (1Ped. 4:19). Cuando
depositemos confiadamente nuestras vidas y nuestras cosas en las manos de Dios,
plenamente persuadidos de su amor y fidelidad, pronto nos contentaremos con sus
provisiones, y nos daremos cuenta que “Dios lo hace todo bien”.
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